Una, dos, tres, adentro. Aguanta, tranquilo; todo estará bien. Cierra los ojos. Bien, bien. Vuelve, uno, dos tres, adentro tranquilo. Aguanta, cierra los ojos bien, no los abras, todo estará bien.
Estas alas como que pesan de repente, y muchas veces siento que la fatiga por tanto andar esparciendo aliento sobre las nubes me pasará la cuenta, perderé el ritmo, un polvo de estrellas iluminará mi rumbo y caeré, brusco, intenso, tan fuerte como para hacerme trizas en medio de ese pizarrón, que con su verde intenso parece un boceto de musgo esparcido intencionalmente sobre el paño, pincelada tras pincelada, respiro y respiro. Ahí está ella, con su mirada perdida en no sé donde, y ellas que observan y escuchan, y esas, que piensan y no miran con atención como la mano de la mujer baila al son de aquella lectura bíblica. Hay que despegar, pienso. Pero me quedo, sacrificio, acción. Me levanto. La mujer me sigue con la mirada, lo sé. Respiro profundo, camino y entro. Pregunto, pero responden negativamente. Estoy en lo correcto, dije. Volteo y camino, nuevamente, como debe ser, como siempre ha sido. Vuelvo a entrar, me siento.
La profe cree saber lo que dice, pero no mira de frente. Se nota su inseguridad. Tal vez predica pero no practica. Comunicación. Familia. Construcción. Arquitectos. Obreros. El edificio que se le vino abajo cuando su marido supo que aquella salida a Zapallar no fue tan pedagógica como contó en aquel almuerzo donde su suegra, aquel día en donde ese niño saltó del octavo piso y su padre, histérico, calló para atestiguar que el no fue el que lo empujó, que fue él, él saltó con sus alas moviéndose alocadamente y disfrutando, disfrutando la escena. Corte. Pegue. La profe cree saber lo que hace, ya me está aburriendo. Las señoras parecen estar intensamente estresadas, sobre todo cuando la mujer suelta unos cuantos “alcohol” “sexo” “tirar”, “evolución”. Eso lo dijo un hombre, padre, marido, trabajador, ser pensante y que siente. “Los padres deben evolucionar con sus hijos”. Me gustó esa frase, sonrío y siento como si me golpearan adentro. Nunca me han gustado las monjas, aunque admiro su fuerza mental. Me arrepiento de no haberle discutido a mi madre el que metiera a mi hermana en este claustro mental. Creen saber lo que dicen, pero no miran de frente. Inseguridad. Predican comunicación, esto no es reunión, señoras, esto es pandemónium. Quiero despegar, pero sigo pegado a la silla, escuchando atentamente cada mirada perdida de la mujer.
-¿Me pasarías la carpeta, por favor?
-¿Cuál?
-¿Cuál?
-La de la asistencia. La roja.
Debo firmar, hay que dejar huella. Observo, y no está. Simplemente no está. No lo sabía, creí saberlo. Mi mamá se va a enojar, me imagino si me castigara. Debí haber preguntado en la sala de al lado, pero me quedé con esta opción: mentir y decir que si, que asistí a la reunión de mi hermana, de su curso o no, decir la verdad, decir que las alas te agotaron, confundieron, que el salto y el almuerzo hicieron que vieras donde no había, que estuvieras donde no debías, que escucharas y sintieras ahí dentro, ahí afuera, más allá del techo.